La Cruz de Madera
Era una mañana soleada en la ciudad, fresca pero soleada. Había llegado luego de un viaje de cuatro horas, desde el sur del país. 320 kilómetros recorridos en una breve noche, en el bus había soñado con viajar por varias ciudades en una, ¿acaso no es así cada ciudad?
Aún estaba saliendo de mi tremenda crisis vivencial y trascendental, provocada por un sueño roto de formar mi propia familia en los días que estaba realizando ese viaje. Me esperaba en pocos días el lanzamiento de mi primer poemario, mi nueva vida comenzaba, en una intensa fe reflexiva hecha una misión de amor cristiano.
Nunca había sufrido tanto sentimentalmente, pero nunca había sentido tanta fe y esperanza.
Bajé del bus y recogí mi bicicleta, mi gran compañera de viajes a esa ciudad no tan grande, pero de un caos inmenso conocido como tránsito metropolitano. Por esas fechas cualquiera es conductor, hasta un ciego a veces. Era la segunda vez que recorrería las calles de Asunción con bicicleta, expuesto a los mayores peligros.
Luego de reemplazar el sistema de cambio de velocidades en un taller, que se había finalmente torcido, me dirigí a mi destino, a visitar a una consejera reconocida nacionalmente por haber ayudado a los familiares de Víctimas de la masacre del Ycuá Bolaños, dónde casi 400 mujeres, niños y hombres perecieron en el mayor incendio en un edificio en el mundo. Una mujer que había despertado enormemente en el espíritu al haber compartido tantas experiencias espirituales con tantas personas. Qué mejor consejera psicológica y espiritual que esta mujer? No solo una buena profesional, sino una hermana en lo espiritual.
Luego de la charla con esta amiga, visité a ese otro gran amigo, quien había perdido un hijo en la tragedia relatada. Fue una charla breve, pero agradable, sobre el futuro libro sobre lo vivido por las víctimas, un libro sobre experiencias espirituales.
Eran ya las 11 de la mañana y me di cuenta que el tiempo se me iba, tenía que recorrer 40 cuadras para llegar a una oficina, a realizar los trámites para los que había ido a la ciudad. Dejé la clínica médica de mi amigo y me monté en la bici, presuroso de llegar a mi meta. No sabía o mejor dicho, olvidé que unas cuadras más lejos un conductor había tomado su auto en forma mucho más presurosa que la mía, dispuesto a llevar todo por delante con tal de llegar a lo que piensa que es su meta, tenía que ir por la misma avenida que iba a recorrer. El encuentro era inevitable.
Doble sobre la avenida Artigas y empecé a acelerar, me enfoqué en acelerar y olvidé la alerta plena en el tráfico que me rodeaba, sobre todo en sentir mi punto ciego, la parte de atrás del tránsito, dónde no tengo ojos. Me faltó más práctica de la conciencia, o del Zen como se conoce. Empecé a acelerar, pasando por delante a un ómnibus que levantaba pasajeros y a un auto blanco. Aceleraba más, algo distraído del tráfico, cuando llegó él con su auto, tal como estaba previsto.
Fue un golpe seco, apenas por un centímetro su retrovisor derecho atropelló el lado izquierdo de mi manubrio. Él iba como a 80 o 100 kilómetros por hora, una verdadera locura para una avenida de Asunción, a las 11 de la mañana. Yo iba a 30 o 40 kilómetros por hora con mi bici. Lo cierto es que el manubrio se torció 90º en un cuarto de segundo y al no tener equilibrio, caí repentinamente al asfalto por el lado izquierdo, arrastrándome como medio metro en el suelo por mi velocidad. Si él se hubiese desviado hacia mi lado dos o tres centímetros más, hubiese golpeado mi pierna izquierda, fracturándome la rodilla, el fémur y el peroné con el lado derecho de su auto. En ese caso hubiese rebotado hacia mi lado derecho, con la posibilidad de fracturar mi antebrazo derecho con la caída.
20 centímetros más hacia mi lado hubiese significado que él con su auto me habría atropellado con todo, partiendo en dos mi bicicleta y haciéndome volar sobre su parabrisas y el techo de su auto sedan. En ese caso aseguraba fractura múltiple de costillas, piernas y hasta un posible desnucamiento al caer en volteretas, con muerte instantánea. Esa era la muerte que temía la primera vez que llevé mi bicicleta en Asunción para recorrer sus calles. De hecho eso vi nítidamente al quedar en el suelo del asfalto. A él lo vi seguir alocadamente su camino por la avenida, con su Peugeot 504 del año 1985, de color plateado claro. Ni se dio cuenta que derribó a un ciclista. Lamentablemente se dará cuenta de lo imprudente que es cuando destroce su auto y quede gravemente lastimado, cuando se lleve por delante un árbol o poste de alumbrado público.
Caí al suelo y mi casco de ciclista evitó que mi rostro se desfigurara por el asfalto. Luego de verlo huir en su auto, miré hacia atrás mío, pensando que alguien más vendría a concluir el trabajo de matarme que él no hizo. En cambio, vi a una mujer en el Zuzuki Maruti blanco, del año 1998, mirándome aterrada, pensando que algo realmente malo me pasó, detrás estaba el bus que hacía unos segundos había pasado.
Sentí que el mundo se me vino abajo, me sentí frágil, débil, apenas un minusválido tirado en medio de una avenida con alto tráfico, expuesto a una muerte segura. Mi Dios, mi Cristo, mis ángeles me habían abandonado. Estaba solo, desierto y presto a ser sacrificado inútilmente.
Entonces apareció él, nunca podía faltar, nunca. Era un humilde hermano, quizás alguien que vive en las barriadas pobres, uno de los tantos estigmatizados de esta humanidad, víctima de una civilización del egocentrismo y la locura consumista-capitalista.
-¿Está bien? Tranquilo, yo te ayudo- Me pasó su mano, la agarré como si de un rescatista se tratara, me levantó y levantó mi bici. Su rostro compasivo me miraba preocupado, pensando que podía estar muy mal.
Entonces vi que de su pecho colgaba una cruz de madera…
(continuará)
Así había quedado, tirado en medio de una avenida con alto tráfico, expuesto, débil, caído, un humilde hermano me recogió y me ayudó a volver a la vereda, con una compasión digna de un padre que protege a su niño, a pesar que yo era evidentemente mayor a aquél joven que me quitaba del caos del tránsito.
Mientras me hablaba, no dejaba de mirar la cruz de madera que pendía de su pecho. Una cruz humilde, mustia, pero pura y sólida.
Le pregunté por la matrícula del auto que casi me atropella, no la vio, tampoco la gente que estaba en la vereda esperando un bus y que de repente se centró en mi suerte. El hermano dejó mi bicicleta a mi lado, acostada y caída. Yo me acurruqué por la pared de una baja muralla que delimitaba el estacionamiento de un edificio. Entonces él me dijo:
-Amigo, no vayas más por la calle, te van a matar, ve por la vereda con tu bicicleta, acá todo el mundo está loco- Se fue así, con una advertencia que tronaba en mis oídos.
De repente el mundo se me vino encima, todas mis creencias se habían desvanecido, toda la protección que había invocado la noche antes y esa misma mañana se esfumaron. No habían ángeles, ni dioses, ni nada, solo el terror y el miedo de saberme totalmente frágil e inútil frente al peligro de algo que no podía controlar… Y mis habilidades de mayor conciencia se fueron abajo, había probado fallar en mi habilidad para cuidarme.
Así, como avalancha de sentimientos y orfandades, se me vino un remolino de recuerdos dolorosos. 12 años de fracasos románticos, el último sobre todo, todas las promesas de formar una familia, de tener un trabajo seguro. Me convertí en el mayor de los fracasados. No tenía un trabajo con un sueldo digno, no tenía independencia económica desde hacía 9 años, mis 15 años de estudios no servían para nada. Me era casi imposible vivir de mi profesión, a pesar de haber estudiado para docente universitario, por cuestiones políticas estaba totalmente fuera de la universidad de mi ciudad, sin posibilidad de ingresar a futuro. No tenía seguro médico, no tenía acceso a jubilación alguna.
No tenía nada de nada, solo, excluido, marginado incluso ante el gobierno que yo mismo ayudé a levantar. Sentí que todas mis creencias eran puras ilusiones, que solo estaba perdiendo mi tiempo en Asunción, buscando quimeras sin futuro alguno.
Me saltó los monstruosos y sólidos pensamientos racionalistas. No tenía razón de ser andar en bicicleta en Asunción, eso era exponerse demasiado. Sabía que me exponía a una muerte casi segura. No había motivo… no hay razón alguna… no se justifica… no, no, no, no, no…
Agaché mi cabeza y empecé a lagrimear, pensando que volvería a llorar como nunca, como en los primeros días de mi separación con mi ex esposa o como cuando mi última novia me dijo que ya no había más relación, luego de 5 meses de esperar fiel e inútilmente su regreso de Brasil, dónde vivenció sus más grandes debilidades; antes, un 17 de junio de 2009 despedía a la mujer que me prometió que sería mi esposa, a la que afirmaba que deseaba tener hijos conmigo, que ya vivía conmigo y que me declaraba que por ningún motivo fallaría conmigo, al contrario, ella sospechaba más de mí… A quien una noche la cuidé y amarruqué en mis brazos, mientras ella sufría de una fuerte fiebre y de pesadillas por un pasado tormentoso y traumático en su niñez, un jueves frío de mayo de ese año. Luego, un 10 de diciembre me dijo que no, que ya nunca volveríamos a ser novios. Había perdido su corazón en Brasil… o mejor dicho, nunca me dio su corazón como yo sí lo hice.
Pensé dolorosamente ¿porqué siempre el mismo tipo de mujeres? ¿porqué busco dañarme enamorándome del mismo tipo de mujeres?
¿A quién quiero demostrarme valiente al andar en bicicleta en una ciudad de conductores alocados?
Estaba aterrado, paralizado, pensé que no solo perdía mi tiempo al andar en bicicleta en Asunción, sino que también perdí los últimos 12 años de mi vida en relaciones y proyectos inútiles, sobre todo en el haber luchado tanto contra la mafia. Ese era el premio que recibía por tantos años de lucha por los más débiles y contra la mafia y los corruptos.
Mi premio era el no tener un trabajo digno, acorde con mis estudios y el solo poder andar en bicicleta, para burla de mis compueblanos y arrollamiento de conductores desequilibrados. Para más, mis anteojos de receta, los que me permiten ver bien el camino, se habían roto con la caída. Quedé no solo aterrorizado, sino con menor visión sin mis anteojos de vista a distancia.
Entonces recordé los peores momentos de mi vida, cuando tuve a la muerte frente a mí, la electrocutación en mi niñez, el accidente en automóvil antes de recibirme de abogado y El Marzo Paraguayo, dónde casi me matan 14 francotiradores. La muerte de Víctor Hugo Molas, quien murió en mis brazos como un héroe civil esa noche de la masacre en las plazas del Congreso…
Ahí me di cuenta que era la cuarta vez que sobrevivía a una situación de muerte. Ya había sobrevivido a tantas situaciones de horror y oscuridad. Me sentía cansado de ese síndrome del héroe salvador, pero a la vez me sentía orgulloso de haber sobrevivido a tantas situaciones terribles.
Entonces, luego de 20 minutos de pensamientos sombrios, volvió la fe, sí, la fe retornó en alas de amor y esperanza, esa esperanza que nunca me había dejado, ni en la noche más oscura. Ahí me di cuenta, ahí lo entendí. Supe que había sido protegido de la muerte siempre, que siempre se me protegió y que siempre se me mostraban señales para la reflexión y la fe en todo momento, para la precaución, la prudencia y el cuidado sobre todo.
Ahí entendí porqué ese hermano que me rescató del asfalto llevaba una cruz de madera en su pecho.
“No, no puedo rendirme al miedo, debo continuar… debo terminar el trámite y luego ir a la Pastoral Social de la Conferencia Episcopal, debo cumplir parte de mi misión de amor Cristiano” me dije a mi mismo.
Me levanté y respirando hondo levanté mi bicicleta, enderecé el manubrio y me dispuse a salir nuevamente al peligro.
Volvió mi hermano entonces, con su cruz de madera, como buen Ángel de la Guarda, me habló nuevamente.
-Tené cuidado amigo, te pueden matar, andá por la vereda por favor.
-Tranquilo hermano, tengo que ir por la avenida sí o sí, siempre voy bien cerca de la calzada.
-No hermano, no ibas tan cerca de la calzada, por eso ese loco te rozó.
-¿En serio?
-Sí, estabas a más de un metro de la calzada, como una moto. Pero ni a las motos se les respeta acá, todo el mundo conduce como loco en Asunción.
-Tendré más cuidado esta vez.
-Dale amigo, bueno, me tengo que ir- Se dio media vuelta para ya marchar
-Espera hermano, te quiero pedir un favor.
-Dale
-Dame un abrazo hermano- Sin palabras, como un Ángel, mi hermano de la cruz de madera me dio un fuerte abrazo fraterno, solidario y bondadoso. Entonces dije –Por favor rezá por mí hermano.
-Dale hermano, rezaré por ti, cuidate.
-Gracias, bendiciones en Cristo- así me dejó ese joven humilde, tan desconocido pero a la vez tan cercano a mí, como el mejor de mis hermanos y amigos.
Ahí estuve seguro de lo que pasó. Se me mostró que nunca nunca estoy solo, que nunca estoy abandonado, que aún aunque me distraiga y descuide algo de la concentración y la necesaria prudencia, siempre habría un hermano, un ángel, listo para socorrerme, aconsejarme y acompañarme.
Volví a mi bicicleteada, volví a mi lucha, volví a mis sueños, volví a la búsqueda de la definitiva compañera con quien hacer una hermosa familia. Volví a la vida…
Con una cruz de madera en el corazón.
Alejandro Sánchez
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